viernes, 1 de abril de 2016

Ama Quella

Cuando un bebé nace y por alguna circunstancia comienza a tomar leche de biberón, lo más probable es que ya no acepte el seno materno. Succionar la mamila le exige menos esfuerzo y parece no haber nada en los instintos del recién nacido que lo impulse a preferir la insuperable leche materna. Esta peculiar conducta parece anticipar la inclinación que, a lo largo de su vida, el ser humano tendrá por la ley del menor esfuerzo.

En el Imperio Incaico, el precepto de no ser ocioso era uno de los puntales del terceto que incluía no mentir (Ama Llulla) y no ser ladrón (Ama Sua): así de importante. No más. Nuestro mundo “moderno” vive generando nuevos recursos tecnológicos precisamente para evitarnos la fatiga, como diría algún personaje de Chespirito.

Para que los niños jueguen ya no tienen que salir al patio, ni siquiera ponerse calzado; sólo tienen que encender algún dispositivo electrónico. Y en las fiestas infantiles, tampoco tienen que buscar algo con qué entretenerse; de eso se encargan “dalinas” o payasos. Todo ese culto al menor esfuerzo termina por contribuir en la llamada “crisis de valores”, pues el sueño de la “plata que llega sola”, sin esfuerzo, siembra corrupción por do quiera que volteemos la mirada.


En el policía de tránsito que deja circular la combi destartalada a cambio de una coima; en el revendedor de entradas; en el médico que cobra en el hospital mientras trabaja en su consultorio; en el funcionario edil que cobra por permitir una construcción ilegal; en el dirigente que pide “lentejas”; en el que compra objetos robados; y en todas las manzanas podridas que, por flojera, no desechamos.
(OCTUBRE, 2015)

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