Cuando un bebé nace y por alguna circunstancia comienza a
tomar leche de biberón, lo más probable es que ya no acepte el seno materno.
Succionar la mamila le exige menos esfuerzo y parece no haber nada en los
instintos del recién nacido que lo impulse a preferir la insuperable leche
materna. Esta peculiar conducta parece anticipar la inclinación que, a lo largo
de su vida, el ser humano tendrá por la ley del menor esfuerzo.
En el Imperio Incaico, el precepto de no ser ocioso era uno
de los puntales del terceto que incluía no mentir (Ama Llulla) y no ser ladrón
(Ama Sua): así de importante. No más. Nuestro mundo “moderno” vive generando
nuevos recursos tecnológicos precisamente para evitarnos la fatiga, como diría
algún personaje de Chespirito.
Para que los niños jueguen ya no tienen que salir al patio,
ni siquiera ponerse calzado; sólo tienen que encender algún dispositivo
electrónico. Y en las fiestas infantiles, tampoco tienen que buscar algo con
qué entretenerse; de eso se encargan “dalinas” o payasos. Todo ese culto al
menor esfuerzo termina por contribuir en la llamada “crisis de valores”, pues
el sueño de la “plata que llega sola”, sin esfuerzo, siembra corrupción por do
quiera que volteemos la mirada.
En el policía de tránsito que deja circular la combi
destartalada a cambio de una coima; en el revendedor de entradas; en el médico
que cobra en el hospital mientras trabaja en su consultorio; en el funcionario
edil que cobra por permitir una construcción ilegal; en el dirigente que pide
“lentejas”; en el que compra objetos robados; y en todas las manzanas podridas
que, por flojera, no desechamos.
(OCTUBRE, 2015)
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