miércoles, 17 de julio de 2013

La discriminación tiene rebote

Para el corso de aniversario de Arequipa de este año se ha dispuesto que sólo participen danzas  de nuestra región. Eso, además de ser discriminatorio, demuestra una absoluta falta de reconocimiento de lo que somos actualmente como ciudad. El 25% de la población en Arequipa es migrante, y el 80% de esta migración proviene de Puno. Esto sin contar a los que, habiendo nacido aquí, tienen sus orígenes en otras tierras.

Decisiones como ésta, que ha tomado el municipio, alimentan los resentimientos e impiden que el evidente mestizaje en nuestra ciudad encuentre un camino armonioso. En otras palabras, provocan que los habitantes de una misma ciudad nos sigamos viendo como extraños y potenciales enemigos. En conclusión: más discriminación. Realmente preocupante, que la idea nazca de quien detenta el poder político.

Mariano nació en Juliaca y llegó a Arequipa cuando tenía 7 años. Por su lugar de origen fue objeto de burlas en el colegio, su tez cobriza lo convirtió en víctima del “raceo”. La ciudad le fue hostil y no le guarda ningún aprecio. Él ahora trabaja como taxista y es de los muchos que no respeta el reglamento de tránsito; y cuando no lo hace, los insultos que recibe están siempre dirigidos al color de su piel. En su casa, le ha enseñado a sus hijas a “no juntarse con las pituquitas”.

El racismo en nuestro medio ha tomado el nombre popular de “raceo”. Y así, tenemos en nuestra sociedad a los “raceadores”, aquellas personas que menosprecian a todo aquél que, por complejas causas psicosociopatológicas, consideran inferior. No todas las víctimas, los “raciados”, aceptan las afrentas con pasividad; y la revancha no siempre está dirigida contra los agresores. Así se teje una cadena de maltratos. La violencia engendra violencia, dicen, y la discriminación tiene rebote.

Elba es de Junín, vive en Arequipa y tiene a sus hijas estudiando en un colegio del distrito de Mariano Melgar. Allí, la mayoría de alumnas proviene de hogares migrantes de Puno. “A qué vienen ustedes provincianos acá, esto es para la gente de Puno”, le dicen a Elba las otras madres de familia. Y Elba y sus hijas son objeto de todo tipo de discriminación.

En Hunter, en un salón de un colegio particular, los alumnos han segregado a dos de ellos. En este caso, porque su color de piel es más claro que del resto. Los maestros, lejos de corregir esta conducta, la secundan con un trato discriminatorio. “Si no les gusta, que se los lleven a otro colegio”, comentan.


Y así, todos son discriminados en algún momento. ¿Nos les parece absurdo? Pues lo es, como quizás lo sea muchas de las conductas humanas. Pero ese balón de la discriminación llega muchas veces a nuestras manos y esa es la oportunidad que todos perdemos de detener el rebote.

Burocracia a cuestas

En el Perú, somos más de 3 millones y medio de contribuyentes registrados en SUNAT que, con nuestros impuestos, sostenemos directamente el aparato burocrático. El resto de la población adulta, unos 19 millones de peruanos, también contribuye con este sostenimiento mediante impuestos  indirectos.
Así resulta que millones de ciudadanos pagamos la planilla de 1 millón 300 mil servidores públicos, lo cual demanda un gasto anual de más de 2 mil 600 millones de soles. ¿A cambio de qué? De un sistema ineficiente, con muchos empleados que ingresaron a sus puestos de trabajo por la ventana y que, ahora, se reúsan a un cambio que busca beneficiar a la población.

En medio de intereses políticos, los empleados públicos no se dan cuenta que las recientes huelgas y marchas de protesta en contra la promulgada Ley del Servicio Civil ponen en tela de juicio su capacidad. Un buen trabajador no tendría por qué oponerse a ser evaluado; menos aún si va a recibir la oportunidad de capacitarse, en el caso de resultar desaprobado. Penoso resulta que reclamen en las calles y por la fuerza una estabilidad laboral que, al parecer, no se sienten capaces de ganar con un buen desempeño en sus puestos de trabajo.

Que el gobierno planea despidos masivos, que la evaluación será arbitraria y otros argumentos más de los huelguistas, terminan sonando a pretexto frente a una verdad innegable: la atención en el sector público tiene que mejorar.

Carmen acudió a la Oficina de Circulación Terrestre para renovar su licencia de conducir y se encontró con un impedimento: en el sistema, su brevete figuraba como “suspendido”. Segura de que se trataba de un error, la mujer pidió la revisión de su expediente en el cual, como ella afirmaba, no existía ningún documento que sustentara la sanción. Pese a esto, la encargada de la oficina se negó a darle solución al problema. Sólo con la intervención de la Defensoría del Pueblo, Carmen logró que se le reconociera el derecho a revalidar su documento, trámite que le tomó más de dos años porque, además, en el ínterin, el expediente se extravió.

Estar frente a un empleado público que, simplemente, se encoge de hombros ante las dificultades de un trámite documentario que su propia negligencia ha provocado, puede ser no sólo una experiencia enervante si no costosa en tiempo y dinero. Y sucede con demasiada frecuencia. Es cierto que la mala atención al público en la burocracia estatal, se debe además  a los sistemas engorrosos y la insuficiente cantidad de personal; pero, con mejores trabajadores, la situación sería mucho menos frustrante para el usuario.


Cada año, el aparato burocrático del Estado recibe 42 mil nuevos trabajadores, muchos de los cuales ingresan por favores políticos o “amiguismo”. En ese sistema informal nada garantiza la contratación de personal capaz, eficiente y honesto. Esto, en definitiva, tiene que cambiar.

“La voz de Dios”

Hace tres años, cerca de un centenar de personas se agolpó una mañana al frente de un centro comercial que aún no abría sus  puertas. El gentío furioso vociferaba en contra de la empresa, criticando su origen extranjero y demandando que se fuera del país. Dentro de la muchedumbre muchos gritaban: “¡saqueo!”. La razón: una mujer había llamado por teléfono a una sintonizada radio local denunciando que había sido maltratada físicamente en ese supermercado. Según la señora, la agresión se produjo luego que su pequeño hijo cogiera unos caramelos de los anaqueles, como una travesura; lo que habría provocado la ruda reacción del personal de seguridad del lugar. El locutor indignadísimo lanzó una perorata en defensa de la “humilde madre de familia” y convocó a su audiencia a realizar la protesta que, finalmente, se produjo.

En el lugar de la protesta, todos los manifestantes sustentaban su reclamo repitiendo la historia que se había propalado en el programa radial. Si bien no faltó alguien que afirmara ser testigo presencial de los hechos denunciados, la mayoría tenía un solo testimonio: el de la radio. Luego de un par de horas de griterío, que impidió el funcionamiento del local comercial, apareció en la escena, el locutor radial. El hombre fue entrevistado por unos colegas suyos sobre la autenticidad de la denuncia, pero él no supo responder. No sabía el nombre de la mujer, ni cómo ubicarla para refrendar lo ocurrido. Una llamada anónima había sido suficiente para armar tamaño molondrón.

El centenar de personas reunidas en el lugar ya había hecho su propio juicio, con víctimas, culpables y sentencia, basándose únicamente en un rumor. Y mientras esto sucedía, en la comisaría del sector se evaluaba un video de vigilancia del centro comercial sobre los hechos denunciados. En él se observaba a la mujer sustrayendo una pasta de dientes, un jabón y otros objetos pequeños de la tienda, en compañía de su menor hijo. Luego se la veía oponiendo resistencia ante la intervención del personal de seguridad. El parte policial, de otro lado, daba cuenta del hurto por un monto de 22 soles.

En esta historia tenemos a un puñado de gente inducido a una protesta en reclamo de un supuesto abuso; pero que en realidad terminó defendiendo a una delincuente común. La voz del pueblo, dicen, es la voz de Dios; pero no siempre tiene sabiduría.


Y recuerdo esto por el caso Ciro Castillo, cuando esa voz tampoco fue sabia al juzgar, sentenciar y condenar a Rosario Ponce por la muerte del joven universitario, acusación que el Ministerio Público acaba de archivar por falta de pruebas. No es poco el daño que ese ser inasible llamado “opinión pública” ha infringido a la joven; y es que esa “voz de Dios” es muchas veces sólo un rebaño que avanza sin medir las consecuencias.

Mercado de noticias

“Que un perro muerda a un hombre no es noticia, que un hombre muerda a un perro, sí lo es”. Así está escrito en un viejo manual de Redacción Periodística de la Associated Press. Y así como lo usual no es noticioso, al parecer existe un supuesto tácito de que lo bueno es lo que comúnmente sucede y, por lo tanto, no es noticia. Si una autoridad cumple con su deber no es un hecho noticiable; que un padre se sacrifique día a día por sus hijos, tampoco.  La noticia es que esa autoridad sea corrupta o que ese padre sea cruelmente violento con sus hijos, y así se termina seleccionando como noticia lo que es malo. ¿Cuántas veces no hemos visto titulares de prensa que señalan: “corrupción”? ¿Se imaginan uno que diga: “honestidad”?

Y entonces, tenemos noticieros llenos de accidentes y crímenes. Hasta hace un par de décadas atrás, en la televisión sólo se transmitía una hora de noticieros a las 10 de la noche, y las notas violentas ocupaban apenas unos minutos al final del programa. El tratamiento de esta información ha cambiado trágicamente. Las llamadas “notas rojas” son titulares y reciben una larga cobertura de imágenes escabrosas y testimonios desgarradores. ¿Se han preguntado por qué?

Hace unos años trabajaba en un semanario que apostaba por las notas de interés social y colocaba en primera plana temas como la educación o la cultura. La venta de esas ediciones era dramáticamente menor en comparación a las que llevaban en portada una nota policial. La historia de Liz Pierina o el Monstro de Chiguata batieron récord en ventas. Los editores de noticieros lo saben: las notas de sangre “venden”. Existe cierto morbo en el público que los medios malamente aprovechan para aumentar sus ventas o su sintonía. Ya lo dijo hace unos días un comentarista de CNN: “las noticias buenas no venden”. Y claro, todos le echan la culpa al vendedor de malas noticias, como lo hizo el presidente Ollanta Humala días atrás , pidiendo 15 minutos de noticias positivas a los medios peruanos.

Pero el comprador también tiene responsabilidad ¿no creen? Si el asesinato de Alicia Delgado ocupó primeras planas a lo largo de dos meses fue porque durante todo ese tiempo los periódicos que abrían con esa información se vendieron como pan caliente. Y lo mismo sucedió con el caso Ciro. No crean que los periodistas no estaban también hastiados de tratar el tema mes tras mes, pero era lo que aseguraba las ventas y la sintonía.


La relación público-medios tiene rasgos esquizoides. Y es que el público son millones de personas, muchas de las cuales consumen ávidamente lo que otras repudian. La responsabilidad del “vendedor” de malas noticias es ponderar sus intereses meramente comerciales; y la responsabilidad del “comprador” de información violenta es comenzar a demandar y consumir mejores contenidos, que sí, los hay.