Hace tres años, cerca de un centenar de personas se agolpó
una mañana al frente de un centro comercial que aún no abría sus puertas. El gentío furioso vociferaba en
contra de la empresa, criticando su origen extranjero y demandando que se fuera
del país. Dentro de la muchedumbre muchos gritaban: “¡saqueo!”. La razón: una
mujer había llamado por teléfono a una sintonizada radio local denunciando que
había sido maltratada físicamente en ese supermercado. Según la señora, la
agresión se produjo luego que su pequeño hijo cogiera unos caramelos de los
anaqueles, como una travesura; lo que habría provocado la ruda reacción del
personal de seguridad del lugar. El locutor indignadísimo lanzó una perorata en
defensa de la “humilde madre de familia” y convocó a su audiencia a realizar la
protesta que, finalmente, se produjo.
En el lugar de la protesta, todos los manifestantes sustentaban
su reclamo repitiendo la historia que se había propalado en el programa radial.
Si bien no faltó alguien que afirmara ser testigo presencial de los hechos
denunciados, la mayoría tenía un solo testimonio: el de la radio. Luego de un par
de horas de griterío, que impidió el funcionamiento del local comercial,
apareció en la escena, el locutor radial. El hombre fue entrevistado por unos
colegas suyos sobre la autenticidad de la denuncia, pero él no supo responder.
No sabía el nombre de la mujer, ni cómo ubicarla para refrendar lo ocurrido.
Una llamada anónima había sido suficiente para armar tamaño molondrón.
El centenar de personas reunidas en el lugar ya había hecho
su propio juicio, con víctimas, culpables y sentencia, basándose únicamente en
un rumor. Y mientras esto sucedía, en la comisaría del sector se evaluaba un
video de vigilancia del centro comercial sobre los hechos denunciados. En él se
observaba a la mujer sustrayendo una pasta de dientes, un jabón y otros objetos
pequeños de la tienda, en compañía de su menor hijo. Luego se la veía oponiendo
resistencia ante la intervención del personal de seguridad. El parte policial, de
otro lado, daba cuenta del hurto por un monto de 22 soles.
En esta historia tenemos a un puñado de gente inducido a una
protesta en reclamo de un supuesto abuso; pero que en realidad terminó
defendiendo a una delincuente común. La voz del pueblo, dicen, es la voz de Dios;
pero no siempre tiene sabiduría.
Y recuerdo esto por el caso Ciro Castillo, cuando esa voz
tampoco fue sabia al juzgar, sentenciar y condenar a Rosario Ponce por la
muerte del joven universitario, acusación que el Ministerio Público acaba de
archivar por falta de pruebas. No es poco el daño que ese ser inasible llamado
“opinión pública” ha infringido a la joven; y es que esa “voz de Dios” es
muchas veces sólo un rebaño que avanza sin medir las consecuencias.

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