La cuarta parte de la población de Arequipa proviene de
otros lugares del Perú, principalmente de Puno. Un porcentaje mayor ha nacido
aquí, pero sus padres y abuelos son de otros lares. Todos ellos, en sentido
estricto, no son arequipeños al “cien por ciento”, pero viven en esta ciudad y hacen de ella lo que
es, con defectos y virtudes.
Según una encuesta realizada el año pasado, el 65% de
migrantes dice sentirse arequipeño y sólo el 10% dice que no. La categoría
“arequipeño” va más allá del lugar de nacimiento. “Un arequipeño nace donde
quiere”, decía la legendaria fundadora de la revista Caretas, Doris Gibson.
Es lamentable, entonces, que el aniversario de la fundación
española de Arequipa se convierta todos los años en marco para la
discriminación de quienes no nacieron en estas tierras y se les endilgue la
responsabilidad de todos sus males. Y ese es un error en el que incurren
quienes dicen ser arequipeños de “pura cepa”, sin percatarse que con ello echan
por tierra la hospitalidad que supuestamente nos caracteriza.
El conocido orgullo arequipeño se basa en la riqueza
natural, arquitectónica, histórica y cultural de la ciudad, pero ninguno de
esos valores nos ha servido para hacer de Arequipa un lugar mejor para vivir.
Estamos creciendo como cualquier urbe subdesarrollada en el mundo, sin
planificación y con egoísmo, no sólo por la incompetencia de nuestras
autoridades sino por la poca voluntad de los habitantes de mantener una ciudad realmente
bella.
Si arrojas la basura en las torrenteras, maltratas los
parques, destruyes la campiña, conduces un vehículo contaminante o no sabes
compartir la ciudad, entonces no eres arequipeño aunque hayas nacido aquí y
comas adobo todos los domingos.