Frustración 1: En la bajada de toda cuesta está prohibido
estacionar, incluso detenerse. Lo establece el reglamento de tránsito y no sólo
por cuestión de orden si no, de seguridad: los que vienen por detrás no notan
el vehículo detenido y se producen accidentes. Explico esto porque en la bajada
del puente San Isidro de ingreso al Parque Industrial -de alto, congestionando
y variado tránsito-, siempre estacionan combis de servicio urbano; y, como es
de esperarse, con frecuencia se producen choques. Uno de los cuales, en mala
gracia, le tocó a María. Cuando el pusilánime responsable del accidente se negó
a la consabida negociación, decidió –ingenua de ella-, llamar a la Policía.
“Insista en negociar, señora. Nosotros no vamos a solucionar el problema”, fue
lo que oyó decir a la voz que contestó en el 105, antes de concluir que no
obtendría ayuda y tendría que resignarse a pagar los daños de su vehículo.
Frustración 2: Después de esperar 40 minutos sin reclamar,
Ricardo consulta en el mostrador del policlínico al que ha acudido con una
aguda infección respiratoria, sobre la llegada del médico que se suponía iba a
atenderlo. “Los doctores no tienen hora fija de llegada”, le indican como si se
tratara de una ley que él ya debiera conocer. Agotado como está, por la
dificultad respiratoria que lo aqueja, pide le devuelvan lo pagado para buscar
atención médica en otro lugar. Su pedido toma diez minutos adicionales de espera,
mientras sus malestares empeoran.
Ya sean públicos o privados, los sistemas de atención masiva
de personas han colapsado. ¿Qué generan estas frustraciones cotidianas en los
ciudadanos? ¿Resignación, indiferencia o indignación? De la respuesta podría depender el cambio.
(OCTUBRE, 2016)
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