“Si pudiéramos extraer petróleo de embriones, pues
deberíamos hacerlo y no habría ningún dilema moral”, dijo en todas sus palabras
el filósofo español Jesús Mosterín, en su última visita a Arequipa en setiembre
de 2011, frente a un abarrotado auditorio que se quedó perplejo luego de oírlo.
Mosterín, apelando a la ciencia, dijo que un embrión, mientras no tiene cerebro
ni corazón, no es un ser humano. Cabe precisar que el filósofo no profesa
ninguna fe religiosa.
Después de la impactante exposición, algunos de los
asistentes visiblemente horrorizados se reunieron a comentar el tema. Los
argumentos giraban en torno a las creencias religiosas y el soplo divino de
vida que comienza en la fecundación. También primaba el temor que argumentos
como el expuesto terminaran consintiendo una sexualidad irresponsable que no valore
las vidas por nacer.
Cada postura obedecía a sus propias creencias religiosas. En
ese sentido salí entendiendo que una sociedad católica como la nuestra no va
aceptar la interrupción de un embarazo en ningún caso, ni aun cuando esté en
riesgo la vida la madre, ni cuando se trate de un caso de violación. Es esa una
postura coherente con sus creencias.
Pero ¿qué sucede cuando una mujer no comparte esas creencias
y ha sido violada o su vida está en riesgo por un embarazo? ¿Debería tener el
derecho a elegir? Lo deseable sería que aún con una legislación que permita los
abortos en determinados casos, las mujeres decidieran no abortar guiadas por
sus propias convicciones y no forzadas por la ley. Pero, como las cosas no
funcionan así, la religión sigue imponiendo sus criterios por la fuerza de las
leyes humanas. (06/MAY/2015)
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