Murieron 70 mil peruanos, entre las décadas del 80 y 90, en
medio de una demencial lucha llamada terrorismo. El 70 por ciento era
quecha-hablante. Se dice que al Estado no le importaron las muertes mientras
sucedían en la sierra, que sólo el atentado en la calle Tarata de Miraflores,
en Lima, motivó el interés por acabar con el terrorismo. Se sigue haciendo
mezquinos balances sobre quién “mató menos” o quién murió porque “era
necesario”. Delirante debate que sigue dejando de lado la atrocidad de esas 70
mil muertes.
El tema nos sigue dividiendo, sigue alimentando odios, sigue
siendo un arma política y eso debería espantarnos. El Perú ya pagó ese periodo
de violencia, con 70 mil muertos, y debemos asegurarnos que se cerró la cuenta.
Para eso, los muertos tienen que dolernos y parece que no es así. Y no es así
porque estamos perdiendo la memoria de lo ocurrido. Como muestra de ello, una
comisión de trabajo del Congreso de la República, designa a Martha Chávez como
coordinadora de Derechos Humanos. Y no es broma. La señora defendió al grupo
Colina, sugirió que una víctima de este grupo paramilitar se había
“autotorturado” y sigue justificando las matanzas en Barrios Altos y La Cantuta.
Ella pertenece a ese sector de la población que considera que hubo “muertos
necesarios”. Y, aunque ella pudiera estar muy en su derecho de pensar así; es
imperdonable que en el Congreso se le entregue la misión de evaluar los
derechos humanos en el país.
Martha Chávez no es el problema, sino la postura extremista
que ella representa y que, tanto como el terrorismo, no debe tener espacio en
la vida política del país.
En la Alemania postnazi, la población alemana, sobre todo
los jóvenes, se negaban a denominarse "patriotas" por la vergüenza
histórica que provocó el fascismo. Después de la Segunda Guerra Mundial, hubo
un proceso de educación y divulgación de los delitos cometidos por los nazis.
El propósito era impedir que la historia se repita.
En nuestro país, el horror de la violencia sólo ha dejado un
saldo de muerte y nada de vergüenza histórica. El atroz “pensamiento Gonzalo”
sigue teniendo adeptos y los que “mataron menos” pretende desaparecer del
recuerdo esa parte de vergüenza que les corresponde. Parece que nos sintiéramos
inmunes, seguros de que la historia no va a repetirse, providencialmente. Y
seguimos pisoteando la memoria de nuestros muertos, extasiados en esa “bonanza
económica” que no todos disfrutan.
“Quien olvida su historia está condenado a repetirla”,
sentenció el sabio latino Marco Tulio Cicerón. Y debería aterrarnos que esa
historia de muerte, que sufrimos los peruanos, se repita. No importa si somos
rojos, anaranjados, verdes o amarillos, la violencia debe ser condenada venga
de donde venga. Y la memoria debe ayudarnos a construir una sociedad diferente
a aquella que nos hundió en el horror.
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