Este año Emilia finaliza el colegio, quiere aprovechar las
vacaciones para ganar algo de dinero y poder pagar una academia
preuniversitaria. Junto a su amiga Sheyla comienza a recorrer las librerías que
se ubican en los alrededores del Mercado San Camilo, buscando empleo. Las dos
jóvenes, de 17 años, ya han trabajado en el mostrador de una librería en
anteriores campañas escolares. Los primeros intentos no llegan con mucha suerte,
pues las tiendas ya tienen todo el personal que requieren. Pero eso no será lo más desafortunado.
En la tercera librería a la que llegan las amigas, el
propietario acepta sólo a Sheyla, pero no por falta de vacantes; sino porque
considera que Emilia “es muy morenita y está muy gordita”. “Los chicos vienen
para la ver a la chicas y compran. Tienen que ser bonitas, pues”, explica el
cincuentón con todo desparpajo. La esposa de éste abona un comentario que
derrumba a Emilia: “tienes que arreglarte, maquillarte… así pareces una vieja”.
Ante semejante mezcla de estereotipos, la joven se marcha humillada sin
entender el enrevesado paisaje de prejuicios que acaba de presenciar; mientras
que Sheyla termina bajo las órdenes de un sujeto que la considera un “anzuelo”
que trabajará más de 60 hora semanales por menos del sueldo mínimo.
“Así son las cosas, señora”, replica la dueña de la librería
cuando Emilia regresa con su tía a reclamar por el maltrato; y su rostro
impávido denota que para ella nada malo ha sucedido. Pero sí ha sucedido:
racismo, sexismo y discriminación por apariencia física, todo aquello que la
ley condena, pero que la sociedad contempla como una regla dada e inamovible. Son
cosas que parecen empeorar al ritmo del crecimiento económico.
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