Aun cuando la práctica en nuestro país ha demostrado con
creces la sinonimia entre reelección y corrupción, eran de esperarse las
opiniones en contra de la ley que prohíbe la reelección inmediata de alcaldes y
presidentes regionales, que ahora se llamarán gobernadores regionales, que se
promulgó ayer. El principio de esta ley es impedir que las autoridades utilicen
los recursos del Estado que administran para costear sus campañas de
reelección.
Uno de los argumentos que se ha escuchado en contra de la
nueva ley es revelador, aunque agobiante: “lo único que se logra es que los
alcaldes roben más rápido, pues tendrán menos tiempo para hacerlo”. Aunque
fuera verdad y operativamente posible, esto no contradice la necesidad de esta
ley, pues lo mismo podríamos decir del Presidente de la República que también
tienen impedida la reelección inmediata.
Lo que sí revela este tipo de
opiniones es, nuevamente, el total descrédito
de la clase política, partiendo del hecho que los congresistas, que aprobaron
la ley, no se tomaron mucho tiempo para desestimar la necesidad de que ellos
también sean incluidos en esta prohibición.
“No manejamos dineros del Estado”, sostienen los
legisladores. Pero lo que ellos manejan es: poder, tanto o más valioso que un
presupuesto municipal. Ese poder que se negocia bajo la mesa para aprobar,
modificar o ignorar leyes con nombre propio y que luego se traduce en apoyo
económico en las campañas electorales.
Argumentan también un congresista reelegido ofrece más
experiencia en el trabajo legislativo, obviando la necesidad de consolidar el
trabajo político en los partidos para que los nombres de valor que ofrezcan al
país no se lleguen a contar con los dedos de la mano. (mar.2015)

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