Después de más de 25 años fuera del país, Alfredo, un
arequipeño “de pura cepa”, regresa a su tierra natal y lo primero que pide es
que lo lleven a una picantería. Queriendo halagarlo, sus anfitriones lo llevan
a un restaurante turístico que sirve comida tradicional. Al ver el lugar, con
una gran ambientación y modernas cocinas, Alfredo reclama: “Quiero una
picantería de verdad”. Y “¿qué es para ti una picantería de verdad?, le
preguntan. “Una con mesas largas, manteles de plástico y bancas de madera a los
costados; con gallinas y cuyes en el patio”.
El concepto de picantería varía generacionalmente, tanto que
algunos nostálgicos sienten que “la verdadera picantería” ya está desapareciendo;
un sentimiento comprensible pero, a mi entender, innecesariamente alarmista. No
se puede negar que se han producido cambios. De hecho, estos lugares comenzaron
a existir como comercios de expendio de chicha y otros licores, con el nombre
de rancherías o chicherías, según la documentación existente desde el siglo
XVI. Después comenzaron a incluir comidas.
La historia de las picanterías es tan extensa y rica como
todo el valor cultural que encierra y que acaba de ser reconocido como
Patrimonio Cultural de la Nación. Designación que, precisamente, tiende a
evitar que los cambios disminuyan su esencia.
Pero, entonces, ¿cómo debe ser una auténtica picantería? De
la Resolución que las reconoce como Patrimonio se desprende las siguientes
características: deben tener chicha de guiñapo, una secuencia determinada de
platillos a servir durante los almuerzos de la semana y – lógico- los
"picantes", resaltando los "dobles", "triples" y
"americanos". Mucho mejor si cuentan con un horno a leña y batán. La
conservación de este Patrimonio sí que dará gusto.

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