viernes, 13 de junio de 2014

Auténticas picanterías

Después de más de 25 años fuera del país, Alfredo, un arequipeño “de pura cepa”, regresa a su tierra natal y lo primero que pide es que lo lleven a una picantería. Queriendo halagarlo, sus anfitriones lo llevan a un restaurante turístico que sirve comida tradicional. Al ver el lugar, con una gran ambientación y modernas cocinas, Alfredo reclama: “Quiero una picantería de verdad”. Y “¿qué es para ti una picantería de verdad?, le preguntan. “Una con mesas largas, manteles de plástico y bancas de madera a los costados; con gallinas y cuyes en el patio”.

El concepto de picantería varía generacionalmente, tanto que algunos nostálgicos sienten que “la verdadera picantería” ya está desapareciendo; un sentimiento comprensible pero, a mi entender, innecesariamente alarmista. No se puede negar que se han producido cambios. De hecho, estos lugares comenzaron a existir como comercios de expendio de chicha y otros licores, con el nombre de rancherías o chicherías, según la documentación existente desde el siglo XVI. Después comenzaron a incluir comidas.

La historia de las picanterías es tan extensa y rica como todo el valor cultural que encierra y que acaba de ser reconocido como Patrimonio Cultural de la Nación. Designación que, precisamente, tiende a evitar que los cambios disminuyan su esencia.


Pero, entonces, ¿cómo debe ser una auténtica picantería? De la Resolución que las reconoce como Patrimonio se desprende las siguientes características: deben tener chicha de guiñapo, una secuencia determinada de platillos a servir durante los almuerzos de la semana y – lógico- los "picantes", resaltando los "dobles", "triples" y "americanos". Mucho mejor si cuentan con un horno a leña y batán. La conservación de este Patrimonio sí que dará gusto.

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