Cuando era niña acompañaba a mi abuela a la procesión del
Señor de los Milagros. Recuerdo sentirme estremecida cuando la banda comenzaba
a tocar el tradicional himno del Cristo de Pachacamilla y que en medio de tanta
devoción, el corazón me palpitaba más fuerte. Como reportera de prensa,
acompañé muchas procesiones de octubre con micrófono y libreta en mano,
recogiendo testimonios de fe. Siempre era sobrecogedor.
Reseño todo esto, ahora que veo estas procesiones desde
afuera, desde el punto de vista del peatón que está en medio de una diligencia
y no puede llegar a su destino; o del conductor que tiene una tarea pendiente y
que gastará más tiempo y dinero en poder culminarla, porque la procesión estaba
en su camino. Una penitencia obligada.
No se puede negar el espíritu religioso de un pueblo o sus
expresiones tradicionales. Pero tampoco se puede ignorar cómo éstas afectan la
vida de una ciudad y sus habitantes, envueltos en múltiples urgencias y no por
antojo, sino por necesidad. Resulta contradictorio que una expresión religiosa
termine ignorando el bien del prójimo, que una multitud de rezos e invocaciones
divinas provoque, a su alrededor, penurias, malestares y hasta maldiciones.
Las procesiones del Señor de Los Milagros son una vieja
tradición que los peruanos han llevado incluso más allá de las fronteras. La
población peruana es mayoritariamente católica y practica un derecho, pero bien
podría hacerse respetando a los demás. Se ha sugerido que las procesiones se
realicen los fines de semana, podría ser una alternativa. O en lugares donde no
provoquen tanto perjuicio a los que no participan de ella, con más organización
y, sobre todo, consideración. (22.oct.2014)

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