miércoles, 17 de diciembre de 2014

Penitencia obligada

Cuando era niña acompañaba a mi abuela a la procesión del Señor de los Milagros. Recuerdo sentirme estremecida cuando la banda comenzaba a tocar el tradicional himno del Cristo de Pachacamilla y que en medio de tanta devoción, el corazón me palpitaba más fuerte. Como reportera de prensa, acompañé muchas procesiones de octubre con micrófono y libreta en mano, recogiendo testimonios de fe. Siempre era sobrecogedor.

Reseño todo esto, ahora que veo estas procesiones desde afuera, desde el punto de vista del peatón que está en medio de una diligencia y no puede llegar a su destino; o del conductor que tiene una tarea pendiente y que gastará más tiempo y dinero en poder culminarla, porque la procesión estaba en su camino. Una penitencia obligada.

No se puede negar el espíritu religioso de un pueblo o sus expresiones tradicionales. Pero tampoco se puede ignorar cómo éstas afectan la vida de una ciudad y sus habitantes, envueltos en múltiples urgencias y no por antojo, sino por necesidad. Resulta contradictorio que una expresión religiosa termine ignorando el bien del prójimo, que una multitud de rezos e invocaciones divinas provoque, a su alrededor, penurias, malestares y hasta maldiciones.


Las procesiones del Señor de Los Milagros son una vieja tradición que los peruanos han llevado incluso más allá de las fronteras. La población peruana es mayoritariamente católica y practica un derecho, pero bien podría hacerse respetando a los demás. Se ha sugerido que las procesiones se realicen los fines de semana, podría ser una alternativa. O en lugares donde no provoquen tanto perjuicio a los que no participan de ella, con más organización y, sobre todo, consideración. (22.oct.2014)

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