Hace unos meses, el eterno dirigente popular, Felipe
Domínguez, en una entrevista televisiva, explicaba que para este año tenía
programado un paro, además de varias marchas de protesta. ¿Reclamando qué?, fue
la pregunta lógica que no tuvo una respuesta concreta. Domínguez estaba seguro
que en el camino aparecería algo por qué protestar. Así quedó claro que para
este personaje, paralizar la ciudad y movilizar pobladores es sólo parte de su
actividad dirigencial, la cual cumple aplicadamente. ¿Alguien duda que él esté motivado
por intereses políticos ajenos a las “causas populares” que luego usa como
excusa? Yo no.
Ayer, se cumplió lo anunciado: un paro regional. El reclamo
principal – ¿o deberíamos decir, la excusa?-, fue la disminución del Canon
Minero. Este aporte no ha sido escaso a lo largo de la última década, pero los
gobiernos locales y el propio gobierno nacional no lo han sabido aprovechar.
Han quedado millones de soles sin utilizar, otros tantos han sido invertidos
negligentemente o han caído en las garras de la corrupción. Pero, claro, para
los dirigentes, nada de esto importa al momento de organizar un paro y demostrar
su poder de convocatoria.
“No tenemos servicios en mi pueblo, señorita. Y si cortan el
Canon, seguro va a ser peor”, declaraba a una reportera, un poblador de
Uchumayo que acompañaba la marcha de protesta de ayer en la Plaza de Armas. Sí,
los pobladores sí tienen reclamos genuinos: en sus casas no hay agua y desagüe,
no tienen empleo fijo, viven en la inseguridad, los precios de los alimentos
suben, sus hijos no reciben una buena educación y sus familias no cuentan con
un decente servicio de salud. Y todo esto sucede, mientras en el país se habla
de bonanza económica e inclusión. Ellos están en las calles reclamando mejores
condiciones de vida. Y de eso se aprovechan los dirigentes. Y digo: se
aprovechan, porque esos paros y “marchas de sacrificio” sirven, por encima de
todo, para que demuestren el poder que tienen sobre las masas y ganar con ello
privilegios y prebendas de aquellas autoridades y políticos que en cada marcha
cuentan votos.
Lo antes descrito no sucedo sólo en el Perú –como les gusta
decir a tantos-, ni sólo ocurre ahora; es una vieja práctica, pero no por eso
es correcta, ni mucho menos justa. Los dirigentes ganan poder, los
manifestantes pierden esperanzas y confianza en el gobierno, y el resto de la
población se ve perjudicada directamente en sus actividades económicas;
mientras que el gobierno – a quien se supone va dirigida la protesta- sigue su
agenda oficial sin inmutarse y el resto del país apenas si se entera que
Arequipa estuvo en paro.
Si de lo que se trata es de expresar “la voz de protesta del
pueblo”, debería comenzarse por legitimar las dirigencias; pues, las de ahora,
flaco favor la hacen a ese pueblo con su sola presencia.

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