miércoles, 18 de septiembre de 2013

Autogol

“Lo malo no es dios, sino su club de fans”, repiten quienes, a buena cuenta, reconocen los pecados de las iglesias, pero no aceptan que esto melle la divinidad del ser supremo en quien se inspiran. Y, a riesgo de caer en blasfemia, lo mismo podría decirse del fútbol.
Debo admitir que no soy aficionada, pero tampoco detractora. En ocasiones, he podido entender el fútbol como un ingenioso juego de estrategia y he visto jugadas que, ante mis ojos neófitos, han relucido de brillantes. Ojalá se tratara sólo de eso: un deporte.
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Pero el fútbol hace mucho que dejó de ser sólo un deporte. Para miles de acérrimos fanáticos se ha convertido en un culto, que los conduce a comportamientos absurdos, como aplazar una importante reunión de trabajo o hasta una boda para no perderse un partido; o a situaciones más dramáticas, como morir de un infarto por la emoción de un gol.

Pero el efecto más nocivo de este extraño culto –como sucede con todos los vicios-, es que convierte a sus seguidores en una masa vulnerable, que oscilará entre la euforia y la depresión a merced del desempeño de un equipo de fútbol que, en el caso peruano, casi siempre es lamentable. Y mientras el aficionado se devana los sesos para encontrar las causas y posibles soluciones a su frustración deportiva, los poderes políticos y económicos siguen sacando el mejor provecho, sin importar quién gane en la cancha.

“Han desilusionado a 30 millones de peruanos”, es una frase que leo con frecuencia luego de cada partido perdido en esta eliminatoria. “Una victoria (en el fútbol) es lo que el país necesita”, reiteran los comentaristas. ¿Perdón? Quizás la psicología podría dar mayores luces para tratar de entender de qué tipo de trastorno emocional emergen tales afirmaciones y bajo qué extraño hipnotismo colectivo muchos terminan creyéndolas. Pero, desde la comunicación social, que es lo mío, esos sólo son mensajes que se retroalimentan –de la masa a los medios -, con el único efecto de distraernos de los temas que verdaderamente importan.


En parte, lamento tener que escribir de fútbol en esta columna; pero el fenómeno no va a desaparecer con el sólo hecho de ignorarlo: ayer se jugó un nuevo partido y se habló nuevamente de la “esperanza de un país puesta en un seleccionado”. Olvidan nuevamente que sólo es un juego. Sin importar el marcador, seguiremos sudando la camiseta de la exclusión, la corrupción y la violencia. Aunque las matemáticas hicieran el milagro de que la selección nacional llegue al mundial, seguiremos  siendo un país que está entre los últimos del mundo en calidad educativa, donde no podemos caminar seguros por las calles, donde los ladrones de cuello y corbata saborean la impunidad; y los ciudadanos son más capaces de hacer causa común por un equipo de fútbol que por los niños que mueren de frío en las alturas. (set.2013)

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