“Lo malo no es dios, sino su club de fans”, repiten quienes,
a buena cuenta, reconocen los pecados de las iglesias, pero no aceptan que esto
melle la divinidad del ser supremo en quien se inspiran. Y, a riesgo de caer en
blasfemia, lo mismo podría decirse del fútbol.
Debo admitir que no soy aficionada, pero tampoco detractora.
En ocasiones, he podido entender el fútbol como un ingenioso juego de
estrategia y he visto jugadas que, ante mis ojos neófitos, han relucido de
brillantes. Ojalá se tratara sólo de eso: un deporte.
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Pero el fútbol hace mucho que dejó de ser sólo un deporte.
Para miles de acérrimos fanáticos se ha convertido en un culto, que los conduce
a comportamientos absurdos, como aplazar una importante reunión de trabajo o
hasta una boda para no perderse un partido; o a situaciones más dramáticas,
como morir de un infarto por la emoción de un gol.
Pero el efecto más nocivo de este extraño culto –como sucede
con todos los vicios-, es que convierte a sus seguidores en una masa
vulnerable, que oscilará entre la euforia y la depresión a merced del desempeño
de un equipo de fútbol que, en el caso peruano, casi siempre es lamentable. Y
mientras el aficionado se devana los sesos para encontrar las causas y posibles
soluciones a su frustración deportiva, los poderes políticos y económicos siguen
sacando el mejor provecho, sin importar quién gane en la cancha.
“Han desilusionado a 30 millones de peruanos”, es una frase
que leo con frecuencia luego de cada partido perdido en esta eliminatoria. “Una
victoria (en el fútbol) es lo que el país necesita”, reiteran los
comentaristas. ¿Perdón? Quizás la psicología podría dar mayores luces para
tratar de entender de qué tipo de trastorno emocional emergen tales
afirmaciones y bajo qué extraño hipnotismo colectivo muchos terminan
creyéndolas. Pero, desde la comunicación social, que es lo mío, esos sólo son
mensajes que se retroalimentan –de la masa a los medios -, con el único efecto
de distraernos de los temas que verdaderamente importan.
En parte, lamento tener que escribir de fútbol en esta
columna; pero el fenómeno no va a desaparecer con el sólo hecho de ignorarlo: ayer
se jugó un nuevo partido y se habló nuevamente de la “esperanza de un país
puesta en un seleccionado”. Olvidan nuevamente que sólo es un juego. Sin
importar el marcador, seguiremos sudando la camiseta de la exclusión, la
corrupción y la violencia. Aunque las matemáticas hicieran el milagro de que la
selección nacional llegue al mundial, seguiremos siendo un país que está entre los últimos del
mundo en calidad educativa, donde no podemos caminar seguros por las calles, donde
los ladrones de cuello y corbata saborean la impunidad; y los ciudadanos son
más capaces de hacer causa común por un equipo de fútbol que por los niños que
mueren de frío en las alturas. (set.2013)

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